[Opinión] Balada a los niños pobres
Realojé a su familia en el 2014. Tenía
12 años. Pelo ensortijado, mirada viva, extremadamente delgado. Cuando
los visitaba me recibía con efusión y un gran choque de manos. Su
familia okupó siguiendo un relato de miseria que ya conocemos demasiado
bien: desempleo, deudas, desahucio, hambre e indigencia.
Él estaba un día jugando a la play
en el sofá de una casa convencional y al día siguiente se encontraba
amontonado con sus hermanos en un colchón bajo el techo de uralita de
una chabola. Allí entrevisté a su familia. Fue de las pocas veces donde
me pareció insultante pedir ninguna documentación.
Cuando cambió de colegio sufrió acoso.
“Okupa” era un insulto hiriente que le lanzaban los niños que no sabían
lo que era tener agua y luz cortadas. Los pocos que jugaban con él le
contaban lo que oían en casa sobre él y su familia. Fue un mes de llanto
y angustia.
Una tarde nos la pasamos jugando en el
salón y le expliqué lo que para mí era ser un okupa. Le conté lo injusto
que me parecía un mundo de casas vacías y gente sin hogar, unas leyes
que perseguían a los indigentes y defendían a los que traficaban con las
viviendas, y una cultura donde los niños como él se tenían que sentir
culpables por ser pobres. No lloró más por ser okupa. Empezó a surgir
una conciencia social precoz, cierto orgullo del superviviente.
La idea de que ayudarse unos a otros era más importante que competir crecía en él de forma práctica.
Con el paso del tiempo me preguntó por
mis ideas. Nunca me pareció tentador adoctrinar. Contra los que hablan
de “educar anarquistamente”, siempre recordé la advertencia de Mella
sobre que no había nada más grotesco que un niño dando vivas a la
anarquía. Me interesaba más que me “educara” él a mí, refrescarme en su
ingenuidad.
Fui honesto y le conté algunas de mis
perspectivas sobre el mundo, pero no fui categórico; lo que le decía era
lo que yo creía, no necesariamente la verdad.
Con el tiempo, sin pretenderlo, no se
escandalizaba si los telediarios hablaban de peligrosas conspiraciones
anarquistas y extraños comandos desarticulados. La idea de que ayudarse
unos a otros era más importante que competir crecía en él de forma
práctica, con sus vivencias cotidianas, sin falta de compartirle ningún
libro. Una vez me dijo que hacer lo correcto porque te lo ordenaran no
tenía ningún merito, que lo complicado era hacer lo correcto si estaba
prohibido, cono okupar. Asentí y le sonreí. Cada día estaba más
orgulloso de él.
Su padre, albañil, era alcohólico y
vivía amargado y resentido, pero con la recurrente idea de creerse más
listo que el resto. También se metían en el colegio con el muchacho por
su culpa. A veces se emborrachaba y montaba algún espectáculo en el
barrio que después solían reprocharle a su hijo. Incluso una maestra
llegó a mofarse porque se encontró a su padre en el suelo, perjurando
contra el mundo, sobre un charco de meados. La falta de empatía de los
docentes, otro gran logro del sistema educativo.
Un día, mientras tomábamos un café en el
salón, el muchacho contó ilusionado a su familia cómo había regalado un
juego a un compañero de clase que lo estaba pasando mal. El padre le
espetó: “¿no se lo vendiste? ¿Eres rico o qué?”. Después le soltó un
discurso que aproximadamente venía a decir: “en esta vida, si quieres
sobrevivir, solo puedes hacerlo pasando por encima de los demás. El que
ayuda al resto es un gilipollas, nunca llegará a nada. Pisa y muerde a
los que te rodean, aprovecha su ayuda si te la ofrecen, y si puedes saca
ventaja y déjalos atrás”. Dijo eso delante mía. Le dije al padre: “si
yo pensara así, ¿habrías salido de la chabola?”. No contestó. Con el
tiempo, lógicamente, nos fuimos distanciando.
Antes su familia se sabía pobre, pero
con los ingresos de los distintos subsidios y sin tener que pagar
alquiler, agua y luz su situación, principalmente a nivel psicológico,
había cambiado. “Estamos saliendo de la crisis” decía el padre. Un día,
ayudando a arreglar un problema de un bidón de agua que tenían en la
azotea, sufrí una caída de varios metros y me golpeé en la cabeza.
Mientras recuperaba la conciencia oía la voz del padre: “ojalá no se nos
muera este tío aquí”. Me limpié la sangre y no quise volver a verle.
Por desgracia, tampoco pude volver a ver al niño.
Sin tener que pagar alquiler, agua y luz su situación, principalmente a nivel psicológico, había cambiado.
Sirvan estás pocas y torpes letras de pequeño homenaje a todos los que fuimos, somos o seremos niños pobres.
Hace poco me lo encontré por la calle.
Yo no lo reconocí hasta que me dio un abrazo. Fue una gran sorpresa.
Había cambiado mucho. Ahora era un adolescente, iba al lado de una
chica, cogidos de la mano. Al verlo pensé multitud de cosas. Pensaba que
con sólo 12 años había vivido una situación muy traumática, que quizás
hubiera quedado en él la semilla de un ejemplo basado en la colaboración
y no en la depredación, pero también que la sombra de su padre era muy
profunda e intensa. Pensaba que se había librado una carrera entre el
capitalismo y el apoyo mutuo y que el primero había salido con más de
una década de ventaja.
No pudimos hablar mucho, pero me dijo
que un día deberíamos quedar, que tenía mucho que contarme y que me iba a
proponer que hiciera un documental o una canción sobre lo que habíamos
vivido, sobre nuestras vidas. Le dije que yo no sabía hacer películas ni
música, que solo sabía escribir y a duras penas, y que quizás podría
garabatear algo, un relato íntimo y lento, lo que en música se conoce
como una balada, sobre la historia de dos niños pobres, que es lo que
éramos. Le encantó la idea, y es hoy cuando me he decidido a cumplir mi
promesa.
Sirvan estás pocas y torpes letras de pequeño homenaje a todos los que fuimos, somos o seremos niños pobres.