[CAST] Cruzar el Rubicón
Nota preliminar: reconozco que he dudado
si publicar este artículo. Los ambientes estentóreos, masculinistas,
militaristas, han marcado demasiadas veces la militancia del resto. “Al
activismo se viene llorado de casa”, he oído alguna vez. Es el discurso
propio de círculos donde se rinde culto a la fuerza bruta desde la débil
postura del espectador. Expresar los propios fracasos, límites,
vulnerabilidades, contradicciones, es algo que incomoda a un sector del
movimiento libertario que afincado voluntariamente en la derrota tiene
la necesidad de vender propaganda triunfalista. Después de consultar a
varias compañeras ajenas a mi círculo más cercano, me he decido
finalmente a publicarlo. Creo que puede servir para reflexionar y para
arropar a todas aquellas náufragas que se sienten solas en el océano de
la militancia.
En la antigua Roma el río Rubicón
marcaba la frontera que ninguna legión podía cruzar sin autorización del
Senado. En el año 49 a.C., Julio César ignoró la prohibición y cruzó el
río con su ejército, sabiendo que suponía de facto una declaración de
guerra. Cruzar el Rubicón significa desde entonces tomar una resolución
que se sabe irreversible a pesar de las consecuencias.
El activismo social obliga muchas veces a
sus militantes a cruzar el Rubicón. Yo he vadeado esa orilla, he
meditado los riesgos y la he atravesado sabiendo que no habría marcha
atrás. Da vértigo porque al menos en mi caso he dejado muchos cosas a mi
espalda: trabajo, casa, familia, vida. Echando la vista atrás no puedo
afirmar que hiciera lo correcto, sólo que entonces lo creía.
Muchas de nosotras estamos metidas en
círculos de retroalimentación y autocomplaciencia. Pero cuando decidimos
salir de ahí, lo habitual es que fuera haga mucho frío. La gente que
suele ir más allá vive intoxicada por una épica alentada por las que
nunca se mueven de su sitio. Muchas jóvenes han dado lo mejor de sus
vidas y se han convertido en carne de indigencia, cárcel, cementerio o
depresión seducidas por aquel latiguillo que nos invita a “morir por las
ideas”. Más valdría hacerle caso a Georges Brassens cuando nos decía
que para morir por las ideas siempre habrá tiempo y que es mejor dejarlo
para “más adelante”.
Nos precipitamos al vacío entre aplausos, pero cuando toca recoger los restos a todo el mundo le espera algún asunto más importante en otro lado.
Las más activas de nosotras, las que no
se conforman con limitarse a charlas y eventos y quieren caminar lejos
de los márgenes de lo seguro, lo hacen sin red bajos sus pies. Nos gusta
jalear a las demás para que se la jueguen y vayan más lejos, pero casi
nunca movemos ni un dedo para crear las estructuras que las recojan si
han caído. Nos precipitamos al vacío entre aplausos, pero cuando toca
recoger los restos a todo el mundo le espera algún asunto más importante
en otro lado.
Decía Emma Goldman en una carta a Max
Nettlau que “nosotras, las revolucionarias, somos como el sistema
capitalista. Sacamos de los hombres y mujeres lo mejor que poseen, y
después nos quedamos tan tranquilas viendo cómo terminan sus días en el
abandono y la soledad”. Esto se aplicaba perfectamente al periplo que
acabaría sufriendo su compañero Alexander Berkman: tiranicida frustrado,
preso, propagandista, organizador legendario y en su última época en
París alguien que intentaba huir de la miseria y que se acabaría
suicidando al no lograrlo. Como él hay muchos más ejemplos, víctimas de
unas ideas demasiado elevadas y de un movimiento que no supo estar a la
altura. Nombrarlas a todas ocuparía cada letra de este artículo y aún
así no bastaría.
Sí, se ha avanzado en la toma de
conciencia sobre la necesidad de los cuidados (que tanto se mencionan) y
también algo en la elaboración de herramientas de apoyo. Muchos
colectivos de antipsiquiatría están haciendo circular útil información
al respecto. Hacen una labor muy loable y poco reconocida. Pero lo
cierto es que por lo común consideramos que esto es “responsabilidad” de
dichos grupos específicos y no algo que nos competa a todas. Pasa como
con los grupos pro-presas, que deben dedicarse en exclusiva a suplir
carencias mientras las demás somos incapaces de tejer solidaridad sin
que el resto de nuestra actividad se vea comprometida. Es algo de
difícil resolución sin una reflexión e implicación colectiva. Creo que
más que delegar en colectivos especializados, cada agrupación, sea un
sindicato, una específica, un grupo de vivienda, un CSOA, una asamblea
de barrio, debería entender como su responsabilidad manejar ciertos
rudimentos para socorrer a sus militantes y tener estudiados unos
mínimos protocolos de actuación.
Lo peor es que esa tendencia a exigir se
recrudece con las más comprometidas. Las vemos tan fuertes, tan
seguras, que reclamamos más de lo que humanamente pueden dar. Al final
la enfermedad física, anímica, social, puede destrozarlas, pero no lo
vemos porque el personaje nos tapa a la persona.
En estas circunstancias la sensibilidad y
la ternura deberían ser parte del aire que respiramos en los ambientes
libertarios, pero en vez de eso padecemos de hipercriticismo (no hacia
nosotras, sino hacia las demás). Recuerdo las críticas que recibió Jaime
Giménez Arbe porque atracaba bancos a mano armada y recuerdo también
las críticas a Enric Durán porque hacía algo similar pero usando sólo la
inteligencia. Al final yo no podía evitar cabrearme y preguntar en
alto: ¿querrán ustedes, señoras críticas, entrar en un banco y
enseñarnos de una jodida vez cómo debe hacerse? Pero nunca hubo
respuesta, ni la esperé.
Muchas compañeras son tildadas de
“peligrosas radicales” no por los medios de comunicación ni por las
profesionales de la política, sino por sus propias colegas de asamblea.
En el otro extremo, hasta el éxito más humilde supone para las
dogmáticas una concesión al sistema porque sólo aceptamos el fracaso. El
anarquismo ha sido, desde antes del “Noi del sucre”, un movimiento
caníbal. Pero no es autóctono de nosotras; lo es de toda actividad
grupal, sea social o política.
El contacto con la realidad ajena al
movimiento también mata, como un ambiente vírico hostil hace con un
organismo inmunodeprimido. Llegas a la gente, les ayudas, y esperas que
correspondan a tu esfuerzo. La primera decepción, la primera traición,
el primer golpe, es como si algo se te derrumbara por dentro. Ya decía
Ortega que “el esfuerzo inútil conduce a la melancolía”. Para sobrevivir
a este caos ordenado, necesitamos tener certezas, secuencias lógicas a
las que aferrarnos. Las anarquistas tenemos las nuestras: “la gente
decidiendo por sí misma opta siempre por lo mejor”, “si ayudas te
ayudan”, “no habría maldad si el medio fuera el adecuado”, etc. Cuando
alguna de estas premisas son destrozadas por la realidad, dentro nuestro
se produce un cataclismo que replica durante meses y a veces años.
Nuestras convicciones más íntimas son quebrantadas. Después de estas
experiencias se entiende el atractivo de la automarginación, la
endogamia y el gueto autótrofo. Desgraciadamente ya habrá tiempo de
descubrir que entre clones no hay menos desencantos. Aunque se enmascare
con un lenguaje teórico sofisticado, se reproducirán exactamente las
mismas desilusiones y seguramente también nos tocará a nosotras fallarle
a alguien. Pero esta obviedad es algo que se suele aprender demasiado
tarde.
La realidad, no obstante, es siempre el
muro más alto. Recuerdo pasar meses en una habitación, sin agua, sin luz
y sin ventanas. Echarme a dormir en el suelo de hormigón con un grueso
abrigo y las manos en los bolsillos para combatir el frío. Hasta
entonces nunca pensé que pudiera hacer tanto frío en Canarias. Me
levantaba a las 6:00 de la mañana a militar y me acostaba a las 3:00 de
la madrugada después de militar. Entre medias trabajaba. Cada semana el
esfuerzo me arrebataba unos 3 kilos de peso. La mayoría, como es natural
y lógico, claudicó y yo también quería hacerlo, con todas mis ganas, en
serio, pero no podía. La “causa” era demasiado grande. Más grande que
yo, que me tenía por individualista. Me empezó a dar miedo que nada me
hiciera desistir, que estuviera rebasando la línea de la razón para
llegar a las fronteras del fanatismo. Pensaba en Chris McCandless, ese
chico que lo dejó todo para huir a Alaska, para seguir su propia causa,
para poner a prueba sus convicciones, para comprobar si se podía vivir
con apenas nada. Pensaba en él, muriendo solo y aislado, en esa vieja
guagua abandonada que describe Jon Krakauer en su libro Hacía rutas
salvajes. Pensaba en él, hambriento, helado, débil y convulsionante,
dejando una nota en la que hacía creer a sus seres queridos que había
muerto haciendo lo que quería. Pensaba en esa nota y yo estaba casi
seguro de que mentía. Quería ahorrar sufrimiento a quien la leyera, pero
en realidad debía tener miedo y estar arrepentido de haber llevado su
aventura hasta tan lejos. Creía que mentía, porque eso era lo que sentía
yo.
Un día, precisamente cuando me di cuenta
asustado de que ya no había nada (por humillante, traumático o doloroso
que fuera) que me forzara a renunciar, comprendí que todas esas
certezas que tenía sobre la vida y la gente en realidad eran absurdas
reglas mentales. Comprendí que la vida no tiene sentido, ninguno
concreto y predefinido; tiene el que le des a tu propia vida. Comprendí
que ayudar a la gente no implicaba reciprocidad, que no existe una
justicia universal retributiva. Comprendí que iba a continuar el desafío
ajeno a si las demás me correspondían o a la cordura del mundo, porque
yo lo había decidido así y no por ninguna compulsión cósmica. Iba a
intentar joder el sistema porque no quería someterme a él y porque el
resto de personas debía tener la misma oportunidad que yo.
Mentiría si dijera que en mis viajes por
la península no he sentido todo el calor, el apoyo y la solidaridad que
no se nota cuando piensas que eres un corredor de fondo. Eso me ha
reconciliado con el movimiento, pero pienso en todas aquellas que no han
tenido la suerte de la repercusión mediática de sus luchas. La gente
que curra sin ver nunca los efectos de su trabajo y que coquetean con la
idea de desaparecer silenciosamente por la puerta de atrás. Creo que
como movimiento estamos en deuda con ellas, y debemos buscar la manera
de salir de la inactividad pero sin dejar atrás a nadie, sin aceptar ni
una sola víctima por fuego amigo, ni un solo daño colateral, ni una solo
compañera caída a la que no le tendamos la mano.
El contacto con la realidad ajena al movimiento también mata, como un ambiente vírico hostil hace con un organismo inmunodeprimido.
Hoy seguimos caminando por la orilla del
Rubicón dudando si cruzarlo. Si en la otra orilla nos esperaran voces
amigas, un soporte digno, nos resultaría mucho más fácil decidirnos a
atravesarlo. Pero no podemos quemar los puentes a nuestras espaldas si
delante no hemos construido antes nada. Lo contrario supone inmolar a
toda una generación en el altar de las ideas. El capitalismo no nos
puede haber absorbido tanto como para que olvidemos que ningún proyecto o
doctrina, por grandes e importantes que sean, valen nada ante la más
humilde y sencilla forma de vida.