Los aros de espino



LA FOTOMATONA | JENOFONTE
Salió escoltada, sin haber argumentado de qué tenía miedo, y, como cada mañana, se dirigió a la peluquería en horario de trabajo. Ella se lo podía permitir porque era la alcaldesa, aunque lo que se dice pueblo que la hubiera elegido no existía.
Un palacio tan ideológicamente retorcido como el de Santa María de las Comunicaciones es propio para quien tiene la certeza de que cuanto más caos tenga una ciudad, más enfermas estarán las mentes de los ciudadanos y más fácil será gobernar para satisfacción propia y de los antojos de las supuestas mayorías. Empeñada en demostrarse que el deporte es lo que hacen los deportistas y no el ejercicio que necesita la salud de la población sisó del erario público cuanto dinero pudo para una causa en la que ya sólo creen los tontos, los príncipes o reyes caducos y las mafias adosadas a los lobys de la apropiación de riqueza autocomplaciente sacada del robo a las muchedumbres tristes de los metros. Henchida de gozo porque creía que iba a colocar a Madrid como unidad de destino en lo universal, quedó atrapada tras su cita con el peluquero en una alambrada de espinos circular colocada frente a su Palacio de Cibeles para la contención de mareas molestas; su ofuscación hizo que la confundiera con los aros olímpicos de una ciudad harta de sufrir las constantes guerras contra el orden natural de las cosas. Y allí sigue, estrangulándose de gloria, esperando a que una mayoría absoluta la rescate. 

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