[Opinión] La Diferencia
Imágenes: Fotomovimiento
Cambia de colores como el camaleón,
según lo que trame y según la ocasión.
Frente al poderoso parece ratón,
pero ante los débiles es un León.
Es blanca paloma con piel de reptil,
cuando le conviene ser ruin y ser vil.
A los animales les pido perdón.
Por haber hecho esta comparación.
según lo que trame y según la ocasión.
Frente al poderoso parece ratón,
pero ante los débiles es un León.
Es blanca paloma con piel de reptil,
cuando le conviene ser ruin y ser vil.
A los animales les pido perdón.
Por haber hecho esta comparación.
-Obreros y Patrones, José de Molina.
Contemplemos la caricatura un instante: 
uno de los personajes cubre su oronda figura con un chaqué negro y lleva
 una chistera sobre la cabeza; el otro lleva una gorra blanda, es flaco y
 va en mangas de camisa. No hay dudas de que el primero es un burgués, y
 todo el mundo que lee aquel periódico lo entiende, porque así son los 
burgueses, así visten, así hablan, así consumen. El otro es, 
evidentemente, un trabajador.
Ahora vamos a viajar cien años en el 
tiempo y vamos a pedir a un dibujante adscrito a eso que llamamos “la 
izquierda” que nos haga una viñeta sobre el último ERE o la última 
reforma laboral. Es muy posible que la imagen representada no cambie. Si
 acaso el trabajador llevará un casco de obra en vez de una gorra y, con
 un poco de suerte, el burgués no se habrá puesto su chistera. ¿Quién es
 capaz de identificar esa imagen con su realidad, cómo no sean 
únicamente los trabajadores de la construcción? Y ni siquiera eso…
En su perfeccionamiento el capitalismo ha cambiado alguna de sus reglas fundamentales.
   
   
En el capitalismo pre-fordista de 
finales del siglo XIX y principios del XX la burguesía, incluso la 
pequeña burguesía, habitaba en espacios claramente diferenciados a los 
de la clase obrera. Nada tenían que ver la ciudad-jardín de Letchworth 
con las barriadas obreras de Londres: ni en pavimentación, ni en 
transportes, ni en alcantarillado. Es que ni siquiera el aire que 
respiraba la clase dominante y el proletariado era el mismo. La barriada
 obrera constituía un espacio físicamente separado del centro burgués, 
donde el proletariado, por mera supervivencia, debía organizarse a sí 
mismo para cubrir las necesidades más básicas. Hoy las ciudades poseen 
un modelo integrador que difumina las fronteras entre barrios o incluso 
asistimos a la invasión de la pequeña burguesía a barrios 
tradicionalmente proletarios.
De la misma forma, una burguesía que 
acostumbraba a hacer públicamente gala del lujo del que disfrutaba (con 
prendas específicas, joyas…) y cuyos patrones de consumo eran una marca 
de posición social, difícilmente podía ser vista como referente para una
 clase trabajadora que apenas podía permitirse la ropa necesaria para 
realizar su trabajo y la comida para no morir entre una jornada y la 
siguiente. No es que no hubiera trabajadores que quisieran vivir como 
burgueses –los había y muchos – sino más bien que estos trabajadores lo 
tenían francamente complicado para imitar a la burguesía en su modelo 
vital. Pero en su perfeccionamiento el capitalismo ha cambiado alguna de
 sus reglas fundamentales, y si antes el salario debía cubrir únicamente
 lo necesario para reproducir la fuerza de trabajo del obrero, hoy 
además debe de servir para que éste contribuya permanentemente a 
mantener la demanda in crescendo y para que identifique sus aspiraciones
 con las de la burguesía en base a unos patrones de consumo comunes. 
Nada de chaqués y de chisteras, hoy el burgués de éxito viste con 
camiseta y vaqueros y el proletariado va en masa al centro comercial 
cuando sale el último iPod. Y si no puede hacerse con un iPod, hay 
sectores del capitalismo internacional especializados en fabricar 
modelos que se ven igual de bien a menor precio. El caso es que nadie se
 quede fuera del constante proceso de producción de valor.
A lo que voy es que en aquel mundo de 
coches de caballos o de Mercedes sin capó era realmente sencillo 
identificar al explotador, y que el explotado se identificara a sí mismo
 como miembro de su clase. Estaba bien claro que ser proletario no era 
una identidad que se eligiera (y por lo tanto, confundible con otras 
identidades) si no una cruda realidad material. No hay mucho camino que 
recorrer desde ahí hasta la construcción, por parte del movimiento 
obrero, de un mito en base a la diferencia. Las fronteras ya eran 
visibles y el mito solo debía encargarse de articular al proletariado en
 tanto que comunidad enfrentada, permitiendo así el desencadenamiento de
 una serie de violencias con la fuerza y la capacidad de acabar con el 
orden capitalista. El preámbulo de la constitución de la Industrial 
Workers of the World –El principal sindicato revolucionario anglófono – 
indica: «The working class and the employing class have nothing in 
common». No tenemos nada que ver con nuestros explotadores, y en torno a
 esta idea se articulan otros mitos, como el de la superioridad ética y 
moral de los trabajadores o la del proletariado como clase predestinada a
 acabar con las miserias sociales, por no hablar de toda una estética 
vinculada a esa construcción colectiva que no por ser irracional 
contribuye menos a la superación del capitalismo y a la auto-abolición 
de la clase obrera.
Estos mitos llegan a transformarse en realidades revolucionarias que son derrotadas.
Estos mitos llegan a transformarse en realidades revolucionarias que son derrotadas.
El capitalismo, en su perfeccionamiento,
 logra la unificación de lo separado, que para la clase oprimida supone 
la separación más absoluta. Creando sistemas jurídicos garantistas, 
sistemas democráticos universales, haciéndose cargo de los servicios o 
extendiendo los patrones de consumo burgueses se logra crear una 
identidad ciudadana que difumina el conflicto social y económico entre 
clases. No es que las clases dejen de existir, es que deja de importar 
que existan. De hecho, se crean nuevo mitos conciliadores y la burguesía
 logra sacudirse de encima su imagen cargada de vicios en torno al 
fantoche del «emprendedor».
Ante este avance, los intentos del 
obrerismo de reconstruir los viejos mitos resultan casi siempre 
patéticos porque tratan de hacerlo en base a un proletariado de una fase
 histórica distinta, haciendo de las herramientas de nuestros 
antepasados una carga para nosotros. Volvemos a la viñeta de nuestro 
dibujante y al hecho de que prácticamente ningún proletario actual sea 
capaz de identificarse en ella. También aquí encontramos la nostalgia 
estética de algunas posiciones tardo-soviéticas o el vergonzante 
paternalismo de buena parte de la izquierda que se dice a favor de 
nuestra clase.
Otros sectores de la izquierda, 
desistiendo de reconstruir aquellos mitos, tratan de construir la 
identidad en torno a otros significantes no clasistas. Ahí están quienes
 apelan al pueblo, al precariado, a los millennials, a la dignidad, a la
 soberanía nacional… Identificadores débiles por sí mismos, pues por su 
carácter flotante su aparición únicamente puede servir para potenciar la
 contestación o, como mucho, la reivindicación de derechos otorgados, 
sin poner en tela de juicio en ningún momento la identidad ciudadana 
omnipresente. Uno puede elegir, o no, identificarse como precario, como 
parte del pueblo, como parte de una generación… Pero, de nuevo, uno no 
puede elegir ser proletario o no serlo.
Hay, sin embargo, luchas contra 
opresiones que han sabido ver muy bien esta cuestión a lo largo de su 
configuración. La lucha feminista o la lucha contra la opresión racial 
son dos ejemplos de ello. Si los Panteras Negras no dejaban que ningún 
blanquito hablara por ellos, organizaban economatos y milicias armadas 
de negros e, incluso, llegaron a plantear la conformación de un Estado 
afroamericano, era precisamente para profundizar esa separación que ya 
era visible en base a mitos que les permitieran liberarse de la 
opresión. Y el lema «machete al machote» marca una frontera tan 
inapelable como un golpe de cuchillo. Para que las violencias necesarias
 para liberarnos puedan hacerse presentes antes hay que señalar la 
diferencia que nos separa de quienes nos dominan.
Estos mismos procesos no se han dado en 
las últimas décadas en el movimiento obrero. Permitimos que elementos 
extraños a nuestra clase nos representen, somos incapaces de crear una 
imagen de lo que significa ser de clase obrera y si a alguien se le 
ocurriera presentar «machete al emprendedor» como el lema principal de 
la campaña de un sindicato sería tachado de excesivo por sus propios 
compañeros. Es posible que el capitalismo como sistema de opresión haya 
evolucionado más rápido en el sentido integrador que otros sistemas de 
opresión, pero también es cierto que el movimiento obrero no ha sido 
demasiado hábil en las últimas dos o tres generaciones a la hora de la 
construcción mitológica de la diferencia.
Todo esto nos plantea una tarea 
pendiente y el problema de cómo acometerla. Es obvio que la realidad 
material pone difícil la construcción de una nueva mitología de clase. 
Para ello necesitaríamos, en primer lugar, lograr marcar fronteras con 
la clase explotada. No hablo, por supuesto, de volver voluntariamente a 
las condiciones de vida de las barriadas obreras de hace cien años, sino
 de que nuestro trabajo social y político debe ir en el sentido de 
articular comunidades enfrentadas al conjunto de relaciones sociales que
 ha diseñado de la burguesía y que ese enfrentamiento nos permita volver
 a reconocernos entre nosotros en base a nuevos mitos liberadores. 
Porque no queremos tener nada en común con quienes son capaces de 
triunfar en el mundo que el capitalismo ha diseñado.
El movimiento obrero no ha sido demasiado hábil en las últimas dos o tres generaciones a la hora de la construcción mitológica de la diferencia.