[Opinión] “Contra” el anarquismo. Un aporte al debate sobre las identidades.
Fotografía: Christine Spengler
«Volver a empezar quiere decir: salir de la suspensión. Restablecer el contacto entre nuestros devenires». Tiqqun.
Muchas de nosotras llevamos tiempo
preguntándonos sobre las identidades: ¿qué es la identidad? ¿Cómo se
articula? ¿Es interesante o estratégicamente recomendable enarbolar las
banderas identitarias dentro del marco de los procesos revolucionarios?
Trataremos en este texto de aportar otra mirada al debate.
Entendemos por identidad el proceso
simbólico y estructural de identificación o pertenencia, y por lo tanto
también de separación. Es necesario realizar una distinción entre
identidades impuestas por el biopoder (mujer, negro, gordo, etc) e
“identidades revolucionarias” que son dadas a sí mismas por diversidad
de organizaciones, colectivos o individualidades (anarquista, comunista,
nihilista, etc), es decir, son identidades que no vienen impuestas por
símbolos discursivos, sociales y lingüísticos históricamente
determinados por el poder, sino que son dadas por los propios
individuos.
En muchos casos, las identidades
impuestas por el biopoder son categorías de opresión. Ser llamada mujer
no te hace mujer, pero sí otorga una categoría social con lo que ello
significa y conlleva. Reapropiarse, resignificar las categorías dadas
por la opresión es, en la mayoría de los casos, un paso necesario para
articular un empoderamiento colectivo desde la identidad. Como dice Nxu
Zana, mujer indígena y feminista:
«es decir me impusieron una serie de
disposiciones que debía cumplir por el hecho de ser mujer y de no
hacerlo sería juzgada, castigada, marginada, estigmatizada y hasta
violentada, con esto no estoy de acuerdo pero jamás negaría la realidad
de mi cuerpo y lo que conlleva en mi grupo, historia, vida personal y
colectiva, porque desecharlo implica negar una realidad y mi experiencia
al respecto tratando de abandonarme en una mentira»
Nada tenemos que decir sobre estas
identidades impuestas, pues tanto su función coactiva como su
reapropiación están claras en el marco de una lucha discursiva,
simbólica y material que se libra todos los días, en todas partes. Por
otro lado, las “identidades revolucionarias” esconden tras de sí una
serie de sutilidades que de cerca nos apestan.
Afirmamos sin que nos tiemble la voz que
declararse “antisistema”, “anarquista” o cualquier otra etiqueta
similar, representa hoy entrar en la lógica del poder. Esta declaración
no es una simple provocación; es ante todo una necesidad tanto
estratégica como conceptual. En pocas palabras, en el momento que alguna
individualidad o colectivo se designa a sí mismo como “anarquista” (o
cualquier otra etiqueta similar, se entiende), lo que está haciendo es
dotarse voluntariamente de un rostro reconocible a ojos del
poder y, de paso, se está separando del resto de la población.
Recordemos que la lógica de la separación es siempre la lógica del
poder. Con esta asignación identitaria se están señalando a sí mismos,
están llamando la atención, y el poder se aprovecha de que se revistan
con estas máscaras tan identificables. De esta forma al poder le resulta
mucho más sencillo aislar, reprimir y discursivamente erigir un
monstruo a ojos de los demás para mantener la separación que los propios anarquistas han creado. El resultado previsible de asumir esta estrategia es aislamiento, identificación y represión. Y mucha impotencia, de postre.
El poder, lejos de querer destruirnos
(como en ocasiones leemos en algunos textos repartidos por las okupas de
nuestros barrios), busca más bien “producirnos”. Producirnos como
sujetos políticos; como anarquistas, antisistemas, radicales, etc.
Producirnos para posteriormente poder neutralizar fácilmente cualquier
tentativa de organización. Es hora de dejar atrás todo este lastre.
Frente a la separación que generan las “identidades revolucionarias”,
tan solo queda disolvernos. Disolverse significa: devenir indiscernibles, pasar inadvertidos, mantenerse apartados del radar mientras se actúa
en los lugares donde habitamos, junto con la gente que nos es cercana,
sin proclamar nada pero dejando que la práctica hable por nosotros.
La dialéctica que se sigue es la
siguiente; se parte desde una cierta ideología preestablecida (con la
consiguiente identidad anclada) y de forma completamente aislada, desde
esa exterioridad, desde ese vacío, uno pretende bajar a la
materialidad del mundo para “dirigirse a las masas” y conseguir tal o
cual objetivo. Esto es política de extraterrestres y forma parte del
fracaso en curso; es necesario invertir esta dialéctica. Más bien
partimos de una cierta situación común, de unas ciertas necesidades y
acompañados de ciertas personas heterogéneas sin ningún tipo de
“identidad revolucionaria”, y es desde ahí, desde nuestra
cotidianidad, desde los lugares que habitamos y junto con las personas
de nuestro alrededor, donde construimos mediante la práctica colectiva
una estrategia revolucionaria que puede apuntar al ideal más libertario
que se quiera. Como dicen unos amigos; una comunidad no se experimenta
jamás como identidad, sino como práctica, como una práctica común.
En el transcurso del conflicto, nos
sorprende que una pregunta tan esencial como “¿qué aporta exactamente el
hecho de que nos declaremos anarquistas?” no se formule. Anclados como
estamos en viejas tradiciones revolucionarias, perdemos la claridad de
lo que acontece ante nuestros ojos. Poner este aspecto sobre la mesa nos
parece fundamental. Proclamarse anarquista (o cualquier otra “identidad
revolucionaria”) no aporta ni facilita absolutamente nada, no
incrementa nuestra potencia revolucionaria ni ayuda a una mejor o mayor
organización. En cambio, nos aisla y nos hace un blanco fácil para la
represión. Las identidades ideológicas son un pilar sobre el cual el
enemigo se apoya, por lo tanto está en nuestras manos renunciar a ello.
Foucault escribía acertadamente que «sin duda el objetivo principal hoy
en día no es el de descubrir, sino el de rechazar lo que somos». Asumir
esta premisa tan solo es un ejercicio de humildad y sinceridad. Esto no
significa olvidar, y mucho menos a nuestros muertos, sino empezar de
otra manera.
Nosotros partimos del siguiente punto;
el contenido de una lucha reside en las prácticas que adopta, no en las
finalidades que proclama. De nada sirve cargar con una mochila repleta
de intransigencia identitaria, de purismo refinado y de radicalidad
moral si seguimos anclados en esta parálisis colectiva. Actuando desde
los lugares que habitamos y desarrollando formas de vida, no nos unen
tanto las grandes pretensiones ideológicas sino más bien las pequeñas
verdades comunes, dentro de un proceso complejo, dinámico y en ocasiones
hasta contradictorio. Es en este punto donde nuestra potencia
revolucionaria crece y puede devenir en algo más.
Finalmente, queremos señalar el divorcio que en muchas ocasiones se produce entre el mundo militante del ghetto
(con todas sus identidades ideológicas) con la centralidad de la vida
cotidiana. En otras palabras; en estos espacios no se abordan aspectos
tan básicos y necesarios para la vida de cualquiera como son por ejemplo
la vivienda, el transporte o el trabajo. Hacer charlas, debates y
movilizarse pero descuidando organizarnos sobre la base de nuestras
necesidades y situarse en un marco puramente ideológico e identitario es
parte del problema. Tenemos que volver sobre la tierra. Es
necesario demoler los muros que nosotros mismos hemos construido a
nuestro alrededor. Esta escisión entre el mundo militante/identitario
con la centralidad de la vida y sus necesidades son un obstáculo a
superar; debemos operar un desplazamiento necesario hacia otro eje de
coordenadas, y basar nuestra organización en lo verdaderamente político,
es decir, en construir otras formas de vida junto con las personas que
nos rodean. Esta escisión también es lo que permite que muchos
militantes puedan abandonar la lucha al mínimo atisbo de duda individual
y “retirarse”, ya que su actividad no gira en torno a aspectos
centrales de la vida. Tan solo esa exterioridad con respecto a la vida puede permitir que eso sea posible. De lo contrario, no podría retirarse de aquello que vive cada día.
No puede haber una esfera militante o identitaria y otra esfera
apartada que corresponde a “la vida”; nuestra tarea es disolvernos,
pasar desapercibidos, organizarnos en base a las necesidades de nuestras
vidas y colectivamente poner en práctica nuestras aspiraciones.
Creemos firmemente que la lucha es otra
cosa a lo que estamos acostumbrados. No nos sorprende que en ciertos
espacios, muchas personas terminen quemadas de su actividad militante,
hartas, vaciadas por la impotencia a la que se ven reducidas.
No se puede disociar lucha y vida, de la misma manera que no podemos
separarnos de los demás en base a no se qué identidad ideológica. Las
relaciones de vecindad y amistad, simple y llanamente, constituyen la
argamasa sobre la cual se asienta la llama de la insurrección. Son estos
vínculos los únicos capaces de sostener una situación de emergencia
revolucionaria, y por lucha y político también entendemos la
proliferación de estos vínculos y su puesta en organización. El juego de
la identidades ideológicas supone un lastre para que estos vínculos se
constituyan, de manera que es hora de renunciar discursivamente y
conceptualmente a esa parte de nosotros que tanto nos frena a avanzar en la construcción de otra forma de habitar este mundo.
Otoño de 2017