El justo tiempo de la revolución (III). Interrumpir el tiempo, recomponerse en otra parte.
Imagen: Krasnyi Collective
” A raíz de participar en la preparación del Seminario de ovni archivos (@ovni_archivos) en La Base (@ateneu_base):
“El tiempo justo de la revolución. Por un proceso destituyente”, a
principios de noviembre, donde se invitó a los investigadores Marcello
Tarì y Andrea Cavalletti, Vicente Barbarroja nos ha hecho llegar esta
breve serie de artículos para provocar el debate en torno a cuestiones
olvidadas y a la vez presentes en las luchas y la vida que compartimos. —
Del pasado lo más importante es lo que olvidamos.”
«En la lucha –escribe Marx– esta
masa se une, se constituye en clase para sí misma». Entonces, la
auténtica constitución de clase no sucede antes de la lucha, ni a través
de ella, sino en medio de la lucha (dans la lutte). Sin embargo, esa
lucha no es un simple enfrentamiento. Marx identifica el aspecto
esencial de la resistencia obrera: esta no tiende al mantenimiento del
salario sino de la coalición. Con la coalición, que «hace que concluya
la competencia de los obreros entre sí», comienza la solidaridad,
comienza, digamos, la distensión o relajamiento, y algo se vuelve
invisible.
Andrea Cavalletti, Clase. El despertar de la multitud
Disparar a los relojes
Furio Jesi propone, siguiendo a Rosa
Luxemburg frente a Lenin, dejar de pensar en la revolución como algo que
se cumple de una vez por todas, y acoger el eterno retorno de la
revolución como algo que nos puede evitar permanecer atrapados en la
repetición de la catástrofe que es Occidente. El «eterno retorno de la
revolución» significa dejar de pensar que está llegará en algún momento
del futuro como una solución apocalíptica a todos los problemas.
Significa empezar a reconocerla como un proceso abierto, «que dura años e
incluso décadas», y que consiste en el minado constante de las
condiciones del poder y en la afirmación despierta de lo que ya
existe entre nosotras. Si el proceso revolucionario no existe ya,
entonces no existirá nunca. En este sentido, si la revolución, dentro
del análisis de las fuerzas visibles en la política clásica, es preparar
el mañana y no salir del ayer, la revuelta, «que suspende el tiempo
histórico», remueve el antes de ayer y convoca, como una epifanía, al
pasado mañana. Al ya no ser capitalista de los mundos futuros.
En la revuelta, dice Jesi, «uno deja de
estar solo en la ciudad», las peleas míticas individuales se vuelven
«espacio simbólico común». Durante la insurrección: «La batalla entre el
bien y el mal, entre supervivencia y muerte, entre éxito y fracaso, en
la que cada uno está a diario comprometido como individuo, se identifica
con la batalla de toda la comunidad: todos tienen las mismas armas,
todos enfrentan los mismos obstáculos y el mismo enemigo. Todos
experimentan la epifanía de los mismos símbolos». El espacio simbólico
común se convierte en un «refugio respecto del tiempo histórico donde
toda una comunidad encuentra una escapatoria» (Furio Jesi, Spartakus. Simbología de la revuelta).
La revolución que viene es tanto para Jesi como para Benjamin un freno
al tren de la historia occidental, una salida de las tensiones ocultas
de la civilización. «La revolución libera del hechizo a la ciudad»
(Benjamin, Libro de los Pasajes).
Sin embargo, Andrea Cavalletti, el
investigador que recuperó de una caja olvidada entre los papeles de
Furio Jesi el manuscrito de Spartakus, tiene razón cuando
afirma que no es suficiente con «suspender el tiempo histórico».
«Precisamente en cuanto suspensión del tiempo la revuelta deberá
terminar; y en el dominio de lo ilimitado [la sociedad] la palabra
pronto volverá a quien ordenaba las cargas» (Andrea Cavalletti, Clase. El despertar de la multitud).
Cuando termina la revuelta retorna la policía, el miedo sobre el que
reina bajo los reclamos de una mayor seguridad. Para contrarrestar este
retorno Cavalletti nos invita a pensar de nuevo el concepto de clase
revolucionaria. No como la clase de las masas lideradas hacia la batalla
final con magnetismo hipnótico. Sino al contrario, recuperando el
«componente anárquico (…) distintivo de la clase revolucionaria».
Anarquía que es refractaria al sonambulismo, a la ensoñación somnolienta
y como hipnotizada propia a la no-clase por excelencia, la pequeña
burguesía, a partir de la cual «todo fascismo producirá a su “pueblo”,
enmascarando la pura y simple compresión tras los nombres arcaicos e
inseparables de comunidad, patria, trabajo, jefe» (Ibídem). Si
la derrota del movimiento obrero propició la desarticulación de los
mundos propios a la clase, como la gran fábrica y el barrio popular,
dando lugar a lo que Agamben ha llamado «la pequeña burguesía
planetaria», Cavalletti nos confronta al peligro de abandonarnos a la
evidencia de la existencia de la no-clase, portadora, por compresión
simbólica, del verdadero horror, latiendo junto a la aparentemente
apacible sociedad normalizada. La clase, que no tiene líderes, pues sus
pensadores, pensadoras y poetas vuelven a sumergirse inmediatamente en
el interior de los diez mil, se basaría en una práctica fuerte de la solidaridad,
imperceptible para el poder, pero que crea un mundo limitado, sensible,
capaz de entrar en secesión respecto a este mundo. Solidaridad, cuya
tarea es, frente a la masa sonámbula pequeño burguesa, «impedir su
formación». No es una tarea banal, visto el estado de nuestros barrios,
reinventar formas comunales de encuentro en las que circula la palabra y
el afecto, investigar cómo se dicen los problemas en las lenguas del
barrio, reencontrar formas de acción directa para atacarlos, instaurar
una solidaridad fuerte que entra en secesión respecto de la sociedad
totalizante hacia mundos que vienen, impedir el emerger de la pequeña
burguesía. Entonces, «la verdadera solidaridad, que sacude a la masa
compacta convirtiéndola en clase revolucionaria, o sea, de muchedumbre,
simplemente en clase», sería lo que nos permitiría, a la vez que con la
insurrección se interrumpe el tiempo histórico, abrir, con la
revolución, un tiempo absolutamente otro, una salida de la civilización.
Destitución
1) Una solidaridad imperceptible al
poder y que rompe con la sociedad, limitándose, funda la clase. Una vida
plena y conjurada funda la comuna. La tarea de demolición reclama así
un aprender a jurar de nuevo, una ética, en la que uno se haya siempre
solo ante la discriminación de una justicia como estado de cosas en el
mundo, como solo ante Dios. Una ética, cuya severidad nos permita volver
a tramar una forma de vida común, más allá y contra el liberalismo
existencial del cada uno y cada una hace lo que le da la gana. Una vida
común como verdadera epifanía del pasado mañana, como llamamiento aquí y
ahora a la insurrección. De la misma manera que la insurrección reclama
una preparación, también la preparación reclama una insurrección.
Cualquier momento puede abrir un levantamiento insurreccional, pero la
insurrección no es cuestión de voluntad individual. No son los
individuos sino todas las fuerzas que los atraviesan positivamente y que
configuran un mundo singular quien se levanta. Esperar a prever ganar
para levantarse es perder dos veces, por la ausencia de existencia y por
querer repetir la consigna del orden que dice: de una vez por todas,
y que nunca se cumple. La insurrección destituyente clama por un
concepto nuevo de la libertad simplemente humana, como últimamente no
deja de repetir Mario Tronti, un esfuerzo fantástico contra la aparatosa
dependencia de unas máquinas grandiosas que trabajan a tumba abierta.
2) En el lenguaje ordinario la palabra
destitución se utiliza, por un lado, para señalar en sentido político el
procedimiento de remoción de un soberano, de la pérdida del cargo de un
jefe de Estado, como ha ocurrido recientemente en Brasil, pero, por
otro lado, en un sentido más genérico, señala la operación de quitarle
todo fundamento a algo; por ejemplo cuando se dice «esta historia ha
sido destituida de todo fundamento».
En cuanto al uso actual, tal como
aparece en el ámbito de cierto pensamiento llamado radical, más que
dentro del contexto de la política clásica, hay que orientarse según la
segunda concepción. Es el sentido que adopta en los años ’90 Reiner
Schürmann, cuando escribe un voluminoso libro para hacer la historia
tanto de los principios hegemónicos que han presidido la civilización
occidental como de su destitución. Es en definitiva la nuestra aquella
que Schürmann llama la época an-árquica, la época sin fundamentos, la de
la crisis de todo principio ordenador del mundo.
En sentido político, entenderemos la destitución como la operación que priva de todo fundamento –jurídico, ético e incluso existencial– al poder vigente; y no, por tanto, la simple deposición de un jefe de Estado.
No hace demasiado tiempo que el concepto
de «poder destituyente» o «potencia destituyente» está presente en
nuestro vocabulario político. Lo que tenemos que hacer será repasar la
genealogía de este concepto y situarlo en nuestra actualidad. El terminus ante quem
para el tiempo reciente es el 2001, cuando el Colectivo Situaciones
escribió un libro sobre la revuelta argentina de diciembre de ese mismo
año y habló de una «insurrección destituyente». Sucesivamente, pasando
por Tronti, en 2005, Giorgio Agamben, en 2013, llegamos hasta el Comité
Invisible en el 2015. Sin embargo, el verdadero punto de partida de una
teoría de la destitución tenemos que fecharlo en el siglo pasado,
precisamente en la obra de Walter Benjamin, en particular en el ensayo
de 1921, Crítica de la violencia.
Lo que hay que comprender ahora
es especialmente el cómo se manifiesta la potencia destituyente: ¿en un
gesto? ¿un enunciado? ¿un lugar? ¿O bien es un tiempo particular? ¿O,
tal vez, una atmósfera?