El justo tiempo de la revolución (I). Arrebatar las armas al enemigo. Contra la patria.
Imagen: Krasnyi Collective
De este peligro [la tecnicización
del mito], que se ha manifestado muchas veces en la historia reciente,
debe defenderse el hombre moderno, purificando de todo interés sus
relaciones con lo irracional y adquiriendo así ese estado de vigilia que
Heráclito definió como propio de los participantes en un mundo en
común.
Furio Jesi, Spartakus. Simbología de la revuelta
La pregunta
¿Cuál es la temporalidad justa de la
revolución? ¿Es acaso estar atentos a la cotidianidad de los giros de la
política clásica, así como de las fuerzas visibles que la determinan y
orientan, llámense capitalismo, sistema financiero o globalización? ¿Es
entonces estar atentos al ayer y preparar el mañana? ¿O, tal vez, hay
que situarse a una profundidad mayor, hay que abrir el campo del
horizonte para no quedar aprisionados bajo la atracción fatal que
ejercen las estructuras de poder modernas, hijas del vendaval interior
que angustia a la civilización occidental, abocándola, de fracaso en
fracaso, a su actual estado de zombie, de vida degradada que en la
muerte busca sobrevivirse a sí misma… destruyéndolo todo a su paso? ¿Es
entonces estar atentos al antes de ayer y al pasado mañana? ¿O quizá
encontrar una zona de tensión entre ambas temporalidades que nos permita
abrir una grieta e incrementar nuestra potencia? ¿Cómo hacer coincidir
revolución y revuelta, el mañana y el pasado mañana? ¿Cómo destituir un
horror civilizatorio cuya normalidad nos hechiza? ¿Y cómo comprender
esta destitución?
...el presente se vuelve un campo irregular, formado por estratos de diferente antigüedad, capas prehistóricas e históricas de experiencia...
Lo que más importa es lo que olvidamos
«Del pasado, lo que de veras importa es
lo que no se recuerda. El resto, lo que la memoria conserva o puede
encontrar, es solo sedimento». Esta frase, cara a Furio Jesi, que
extraemos de su libro Spartakus, simbología de la revuelta,
está relacionada con el retorno con fuerza de la experiencia mítica en
Occidente a principios del siglo XX. Algo que tiene que ver, no
únicamente con la afloración tanto del inconsciente como de estratos
prehistóricos olvidados, por ejemplo, los diferentes estratos de la
ciudad de Troya, o de la civilización Minóica o Cretense, donde historia
y símbolo parecen intercambiables, sino también, experimentalmente, con
la tormenta de acero de la Primera Guerra Mundial. Allí, la guerra de
material, la potencia de fuego industrial, transmitía la impresión de
participar en un combate entre Titanes míticos. En ese momento, en lugar
de comprenderse como un plano homogéneo, el presente se vuelve un campo
irregular, formado por estratos de diferente antigüedad, capas
prehistóricas e históricas de experiencia, presentes en cuanto
olvidadas, activas bajo una leve costra de razones. En este contexto, la
cultura de derechas europea recupera la figura de J.J. Bachofen, a
quien Ortega y Gasset atribuye, en la misma época, «esa sublime doble
vista que permite columbrar en un relativo presente estratos remotísimos
de la existencia humana» (Ortega y Gasset, «Oknos el soguero», en Las Atlántidas y el Imperio Romano). Subvirtiendo esta concepción, para abrir grietas a la revolución en el continuum
de la historia burguesa, tanto Furio Jesi como Walter Benjamin, para
quien también es un tema fundamental, quieren arrebatarle las armas al
enemigo.
Dentro de la Bachofen Renaissance
conservadora, de principios del siglo XX, toda civilización pasa a ser
una agresión de lo muerto contra lo vivo, de lo estático contra lo
fluido, del orden contra la proliferación. De esta manera, como explica
Furio Jesi en Bachofen, la «tumba es el primer y único terreno
de propiedad vallada que resulte relativamente legítima». El dominio de
lo muerto sobre lo vivo vuelve evidente, en esta mitología burguesa, la
propiedad privada, que se relaciona con el sentido de la familia
patriarcal y su solidaridad familiar, relativa a la muerte y la
herencia, afectos, detrás de los cuales «afloran otros, estos ligados
también a la tumba, estos también (…) alegorías de la muerte», como el
amor a la patria, «de la patria que es el lugar donde yacen los propios
muertos, de la “patria por la que se está dispuesto a morir”» y
más allá, «el amor a la propiedad, sobre todo en términos de propiedad
inmobiliaria (y por lo tanto a menudo directamente intercambiable en
amor de patria), y, en fin, en los términos generales de la propiedad de
las “cosas”» (Furio Jesi, Bachofen). El ala conservadora de la
cultura burguesa pretende fundar míticamente la eternidad de su poder
en la patria y la propiedad como símbolos del poder de la muerte sobre
lo vivo. Así, mientras «la derecha de la Bachofen-Renaissance quiere
tomar de Bachofen un mañana absoluto, alimentado por un presente
absoluto, Benjamin quiere tomar simétricamente al contrario el ayer
absoluto (de la sociedad burguesa) más allá del cual se abre el mañana
absoluto (del no ser burgués de las sociedades futuras)» (ibídem).
Si en esta concepción de la historia la
corriente conservadora funda la pretendida eternidad de su dominio, para
un pensamiento insurgente arrancarle las armas quiere decir subvertir
esta misma concepción para pensar el justo tiempo de la revolución. Ahí
donde insurrección y revolución llegan a coincidir.
Evidentemente, ante la profundidad ctónica
de la idea de patria, como lugar donde descansan los propios muertos,
como lugar por el que «se está dispuesto a morir», como emoción inscrita
en los vínculos de la familia patriarcal, cuyo emblema es la tumba,
donde resuena la herencia, y también, la propiedad privada de la casa y
las cosas, resulta inútil el ensayo de inversión del significado,
digamos, racional, de «patria», intentado por Pablo Iglesias desde el
último discurso de campaña, antes de las elecciones generales de junio
de 2016. En ese discurso, pero también más tarde, el líder de Podemos ha
intentado sostener que la patria son los impuestos, la educación y la
sanidad, que hacía equivalentes a libertad, igualdad, fraternidad,
de manera que no se atrevieran los ricos a hablar de patria si llevaban
su dinero a paraísos fiscales. Está apelando entonces a un vínculo de
apariencia racional, la legalidad del Estado y su economía, que no es
que no mueva emociones, pero estas se desvanecen como el humo ante el
sentimiento de que la propia casa, la propia familia o las propias
cosas… (emblemas en esta constelación simbólica de la propia patria)
están en peligro. Miedo, que hace emerger desde el fondo de los
corazones las más oscuras y terribles pasiones, que fácilmente
desembocan en masacre. No en vano, estos sentimientos son los
disparadores de la acción justiciera en multitud de filmes
hollywoodienses, lo cual revela su posición radicalmente reaccionaria.
Son, además, las teclas ocultas de toda política exterior occidental
—contra el otro, o la otra, sean del signo que sean—, así como de la brutalidad y el terror que siempre sabe desplegar.
La Sociedad no existe, es un invento del siglo XIX para tratar de ocultar la evidencia de una civilización fracturada.
Arrebatar las armas al enemigo
Arrebatar las armas al enemigo no puede confundirse con pretender arrebatarle democráticamente
el sillón. Arrebatar las armas al enemigo significa aquí comprender que
bajo todos los conceptos políticos modernos yacen conceptos teológicos,
muchas veces ligados a afectos irracionales, que encuentran en esa
esfera una expresión más clara y más ruda. ¿Dónde subsiste una violencia
afectiva mayor, en la agresiva contabilidad de los impuestos o en la
agresión a un hermano o a un hijo? El error de la izquierda y la
«extrema» izquierda que se quieren ilustradas, consiste en pretender
negar la existencia de esos afectos irracionales, de raíz mítica y
teológica (familia patriarcal y tumba, patria y cementerio) reduciendo
la intervención política a un plano racional y moral, que lo confunde
todo. Pues la política es una lucha de fuerzas y la política
revolucionaria es una guerra entre mundos. Y entre mundos enemigos, como
entre clases con intereses antagónicos no existe la posibilidad de una
conducta ética común. La única conducta ética plausible se da en el
interior de un mundo propio, es decir, en el interior de un estado de
cosas justo, o entre mundos amigos, pues ahí un conducirse ético
incrementa la potencia colectiva. Entre mundos enfrentados, como entre
clases enemigas, la única relación plausible es la guerra, y pretender
imponer una ley moral común a las partes siempre será sancionar el
dominio de la una y la resignación y derrota del resto.
Para Benjamin, para Jesi, para una
posición destituyente hay que desconfiar de cada una de las propuestas
de reconciliación, «nacional», o «social», que el reformismo vuelve a
esgrimir siempre, como un nuevo brindis al sol. La Sociedad no existe,
es un invento del siglo XIX para tratar de ocultar la evidencia de una
civilización fracturada, que contiene en sí mundos enemigos, una guerra
entre mundos, por eso hay que arrebatar las armas al enemigo. Y
arrebatar las armas al enemigo significa aquí, en el contexto de la
simbología de la potencia, «arrancar a la tradición del conformismo» (W.
Benjamin, Tesis sobre la historia), significa comprender el
plano religioso donde se anclan algunos de los más violentos afectos y
miedos de nuestra civilización, como, por ejemplo aquí, los afectos
ligados a la familia, para poder cambiarlos de signo, abandonando la
esfera reaccionaria para que puedan entrar en un devenir revolucionario
que destituya al poder en cada casa, en cada barrio, en cada lugar de
trabajo, allí donde se encuentre, cara a cara. Significa asimismo segar la mítica legitimidad
bajo los pies de cada una de las situaciones humillantes que impone una
multiplicidad de poderes, médicos, jurídicos, laborales, propietarios,
tecnológicos…, así como bajo los pies de cada uno de los «no se puede
hacer» que siembran la infame geografía del poder en la metrópoli.
Solamente la acción destruye la fascinación paralizante.
Participar en un mundo común reclama un
estado de vigilia que permita un acceso, bajo signo emancipador, a los
símbolos y afectos que conmueven ferozmente la vida humana sobre la
tierra.