[Economía] Apuntes para una psicología de la catástrofe
La historia es bien conocida. Las luchas
anticoloniales tuvieron un cierto éxito, que condujo a la creación de
Estados nacionales independientes. Pero el éxito fue también amargo:
defender la nación podía ser una línea de defensa eficaz frente a una
metrópolis colonizadora y más fuerte, ya que permitía a la gente
colonizada «cerrar sus filas» para liberar sus tierras. Pero, a partir
del momento de la victoria, se convirtió en un nuevo aparato de
dominación, cuando el Estado debió asegurar cierta disciplina social
para poder existir. Fijémonos un poco este punto. En el imaginario
anticolonial revolucionario, la creación de un Estado nacional era lo
que fue la Revolución de febrero para la Revolución de octubre de 1917.
Es decir, un preámbulo, una primera fase del proceso revolucionario.
Pero el calendario, a pesar de la planificación de las revolucionarias,
en todos estos casos solía volverse loco: ese «octubre» no llegaba
nunca, la revolución se estancaba en su «febrero». Los nuevos Estados
nacionales —sin excepción alguna— acababan siempre atrapados en el
«realismo» y las jerarquías del mercado capitalista global. Buena
lección para nuestro presente y futuro.
Renovación del colonialismo
La evolución de los nuevos Estados
independientes y de sus clases políticas, muchas veces dictatoriales y
corruptas, permitieron la renovación del colonialismo. Las desigualdades
monstruosas se mantuvieron y se acentuaron, con la complicidad de las
nuevas élites nacionales. La emancipación cultural e ideológica se
estancó, frente a la expansión del espectáculo globalizado de la
mercancía, que nuevamente colonizó las conciencias. Las colonizadas
tampoco imaginaron, elaboraron, desearon otra manera de vivir, y
acabaron deseando la posición del colono. En la actualidad, las
desigualdades se perciben con aún más intensidad por la gente de los
países de la «periferia», a causa de la creciente exhibición de riqueza
que se produce en Occidente.
Las nuevas tecnologías difunden el mensaje de los Amos, de que la felicidad está al alcance de todas si tienen dinero para conseguirla.
El espectáculo de la mercancía y del
capital se extiende y se intensifica en casi todos los rincones del
planeta, envolviendo tanto a las metrópolis como a las periferias. La
imagen de la riqueza, y de las increíbles facilidades cotidianas de que
se puede disponer, crece ante los ojos de cualquier persona, esté donde
esté, y estas imágenes brillan todavía más para las que están más lejos
de su fuente. Las nuevas tecnologías difunden el mensaje de los Amos, de
que la felicidad está al alcance de todas si tienen dinero para
conseguirla. Si añadimos a este panorama, la guerras locales que tienen
lugar en la periferia y en los Estados ya «independientes» —muchas veces
financiadas y fomentadas por los antiguos colonos, asociados siempre
con caciques locales—; si añadimos también la desestabilización
geopolítica que se ha incrementado tras la caída del «socialismo real»,
podemos entender la evolución lógica y horrible de la historia, que no
puede ser sino la migración de millones de proletarias a las metrópolis
capitalistas. La periferia del mundo capitalista se muda al interior de
su centro. El «tercer mundo» crece ya en el interior del primero. Nunca
la miseria y la exhibición de la riqueza habían estado tan cerca.
El capitalismo socializa el desarraigo
Pero sería un error pensar que este
«tercer-mundo-en-el-interior-del-primero» se compone solo de migrantes y
no europeas. Con la llegada de la «crisis», una parte de las
poblaciones occidentales se hunde. Lo pierde todo, no solo su trabajo,
sino también el sostén material básico de la vida, la casa, la comida,
la luz y el agua. Muchas pensaban que lo peor era siempre para los
extranjeros, para los no blancos, para los no europeos. Ahora se ven
sometidas a un desarraigo cada vez más similar al que son sometidas las
migrantes. La desposesión que impone el capital homogeneiza las
condiciones de vida en el seno de las clases oprimidas multinacionales.
La pérdida de cosas básicas, como la vivienda o la comida, trae también
la pérdida del ánimo, e incluso de la salud, para poder buscarse la vida
de nuevo —es increíble cómo la enfermedad y la pobreza realizan ataques
coordinados…—; las más atacadas por la «crisis» se convierten en
personas cada vez más extrañas para la ciudadanía a la que pertenecían.
El recorrido es conocido: del paro al subsidio. Del subsidio al PIRMI y a
los comedores de la Iglesia. Muchas veces ni siquiera a ellos.
Estos recorridos, sean para extranjeros o
nacionales, se trazan según las coordenadas que imponen diferentes ejes
de opresión y privilegio. No solo la clase, sino también el género, la
edad o la «raza» influyen en las posibilidades de una caída. Así las
cosas, vemos como la pobreza se vive con más intensidad en la familias
monoparentales con mujer al frente. O en la gente mayor. Dicho con
sencillez, es malo ser obrero en tiempos de «crisis». Aunque es bastante
peor ser obrera o mujer migrante.
No es solo que tus condiciones de vida
económicas o materiales empeoren radicalmente. Es que, si eres de las
personas más machacadas, acabas recibiendo las miradas de desprecio o de
condescendencia de los otros, de los que han escapado del peligro y
también, bastantes veces, de los que son en buena parte como tú, pero
cuentan con una ventaja que tú no tienes: ser hombres, por ejemplo, si
eres mujer. O ser jóvenes, si eres mayor. La diferencia se significa de
manera que la convierte en ventaja o desventaja, según las exigencias
del vender y el venderse en los diferentes mercados y mercadillos que
componen la cotidianidad actual: desde el trabajo hasta las relaciones
interpersonales. La vida es escenario de una competición incesante, de
una carrera sin fin en la que todos los elementos físicos, psíquicos,
sociales o estéticos de una persona se calculan como recursos que pueden
permitir o no el éxito —éxito, por cierto, siempre provisional y
dudoso—. Éxito hoy puede ser no hundirse. La amenaza que la matriz de la
opresión nos recuerda a todas es «no olviden que pueden caer y, que si
han caído, puede caer aún más». Amenaza útil, que impone un miedo que
paraliza hasta conducir a la desesperación y, a veces, a la depresión o
el suicidio.
La pseudodefensa de las que no tienen futuro
La actual cercanía entre la pobreza y el
escapar de ella, entre la pobreza y la clase media, esa cercanía que
aparece a menudo en los mismos barrios o en los mismos ciclos sociales
ha modificado profundamente las actitudes de las personas hacia los
problemas ajenos. La gente reproduce la lógica neoliberal en sus
discursos cotidianos. La pobreza o la comodidad económica/material, el
éxito y el fracaso se consideran resultado de las habilidades
individuales o de su carencia… Cuando alguien se encuentra en una
posición muy desfavorecida es que «algo habrá hecho mal». Ojo: no hablan
así solo los políticamente conservadores. Entre las progres de
izquierda, incluso de la izquierda más radical, abundan estos discursos.
Desde luego, todas critican la austeridad, el neoliberalismo o el
capital. Pero estas críticas, como bien sabemos, no suelen ser muy
eficaces para trasformar la realidad social. Entonces, pasa algo
interesante: en general, la culpa de la miseria generalizada es de las
élites. En particular, la culpa es de la vaguedad o la ineficacia
individuales de las personas que lo pasan mal. En otras palabras, dada
la impotencia colectiva para hacer frente a los ataques, cada una se
adapta como puede, participando —en la mayoría de los casos— en el
proceso de «desolidarización» que está en curso.
La desvalorización de la vida en tiempos
de «crisis» no es homogénea. Se han destruido millones de vidas, pero
el capitalismo es suficientemente astuto como para que dicha destrucción
no alcance cuotas que hagan realidad la consigna de «somos el 99 %». Si
llegase el momento en que se formase una mayoría social enfadada tan
amplia, la organización social actual no podría durar mucho. Hay mucha
desesperación, pero también hay muchas que han salvado el culo, y
defenderán la «paz social» de una o otra manera —aunque aparezcan como
simpatizantes en alguna manifestación o alguna charla—. Esta simpatía
debe ponerse bajo escrutinio: las progres que defienden desde posiciones
acomodadas a «la gente que lo pasa mal» no son más que una
pseudo-oposición. Intentan a menudo elevarse a una especie de portavocía
de una población a la que no pertenecen. La actividad política que
proponen busca siempre garantías de ausencia de riesgo. Así que la
política para ellas es una buena manera de aumentar su capital social y
mirar su futuro individual con… optimismo, gracias, precisamente, a la
pseudodefensa de las que no tienen futuro. La izquierda
institucionalizada permite mucha publicidad personal, mucha añadidura de
páginas a los currículum vitae, bastantes puestos de trabajo para las
«nuestras». La gente pone sus expectativas en una nueva clase de
políticas profesionales y ellas evidentemente no malgastan un fondo tan
valioso. Hablando en general, las simpatizantes de las clases medias
alternativas y progresistas dicen que trabajan para las demás, mientras
que en el fondo trabajan para su ascenso personal: el activismo sin
riesgos les ayuda a construir un perfil vendible y repleto de
sensibilidades sociales.
«Aparta de mí ese… malestar»
El neocolonialismo del Imperio ha
mezclado el «centro» con la periferia, el primer y el tercer mundo. Lo
nebuloso de sus fronteras genera una gran angustia entre la gente que
consigue mantener hasta cierto punto su posición como «ciudadanas
normales». La angustia frente al riesgo de una caída libre, o frente al
desorden global que toma forma en la difusión de la guerra o en el
cambio climático, provoca el resurgimiento de una serie de mecanismos de
defensa que se conforman en torno a una euforia sin justificación y
excusa, o a una búsqueda de excitaciones constantes y superficiales.
«Pasarlo bien» sea como fuere es el modus vivendi por excelencia para
poner barreras a la catástrofe que nos rodea. Esta euforia se manifiesta
mediante diferentes prácticas y estilos de vida, desde el deporte hasta
las drogas, desde los ligues efímeros hasta la fe renovada en una vida
familiar canónica. Lo que subyace, en todos los casos, es la intención
de mostrar que el malestar no domina la vida personal, y que la
cotidianidad que vivimos sigue teniendo sentido. La obsesión por las
sonrisas y las fotos es indicativa de una transmutación psíquica
generalizada con connotaciones clínicas. La defensa de cierta normalidad
personal ante un mundo hostil e invasor cobra formas desesperadas, que
rozan una especie de delirio ordinario.
Terapias individuales para sociedades enfermas
El «pensamiento positivo» es una de las
ideologías que más atraviesan la realidad social en nuestros tiempos.
Existe una obsesión sin precedentes por los planteamientos «holísticos»
y, dentro de ellos, por la actitud psicológica de cada una, como
determinante de la salud, del bienestar y de la felicidad personal. La
idea es que una actitud optimista puede conducir al individuo a resolver
sus problemas y sufrimientos. Dado que es mucho más difícil y
complicado cuestionar las variables sociomateriales de la vida personal,
lo que se examina constantemente es si la persona es lo suficientemente
positiva frente a sus dificultades. Las jerarquías sociales quedan en
segundo plano según estos discursos, lo que los hace muy útiles para su
legitimación. Las voces que los emiten provienen, en general, de las
clases medias y de círculos pseudoalternativos, que ni pueden ni quieren
tener problemas con las autoridades.
Tales discursos están ligados a la
propagación de prácticas terapéuticas, que operan como un especie de
ortopedia o rehabilitación emocional ante el miedo y la incertidumbre
que conllevan la vida de la ciudadanía en el Imperio. Las dificultades
materiales y la degeneración del tejido relacional hacen necesario
buscar soporte relacional y afectivo, aunque sea en términos de mercado.
Muchas veces, se le pregunta a alguien si su terapeuta «es buena» de la
misma manera en que se pregunta sobre una mercancía. La terapia
psicológica es el alquiler de la presencia y la escucha del otro. Hasta
algunas experiencias comunitarias se ofrecen bajo la forma de
actividades grupales. La sociedad terapéutica es un dispositivo que
intenta lograr lo imposible: crear subjetividades que, aunque
experimenten una precariedad experiencial generalizada, se mantengan
estables. El objetivo del mercado de las terapias es sostener al ser
bajo la presión del imperativo de competir siempre, y aguantar la
fragmentación del tiempo/espacio cotidiano —fragmentación resultado de
la movilización acelerada y constante que impone el Imperio—. No se vive
y no se trabaja en los mismos lugares y los cambios sucesivos hacen
difícil unificar el pasado, el presente y el futuro de la vida para
darle sentido. Las terapeutas proponen la construcción de un sentido,
dentro de una realidad en la que todos los relatos personales y
colectivos tienden a volverse caóticos y desordenados.
Efectivamente, el apoyo terapéutico para conseguir un retazo de euforia o alivio es cuestión de posición en las jerarquías sociales. Y depende siempre de lo que puedas gastar. Terapeutas privados, terapeutas públicos, actividades del ocio «que te hacen sentir bien», pastillas: opciones que siguen las jerarquías de la opresión. En los nodos superiores de la intersección entre la clase, el género o la «raza» hay más recursos para olvidar y adaptarse rápido. Hay menos para las de abajo. La fragmentación de la experiencia no se vive de la misma manera en todos los puntos, y el sufrimiento se acumula allí donde se acumula más violencia.
Efectivamente, el apoyo terapéutico para conseguir un retazo de euforia o alivio es cuestión de posición en las jerarquías sociales. Y depende siempre de lo que puedas gastar. Terapeutas privados, terapeutas públicos, actividades del ocio «que te hacen sentir bien», pastillas: opciones que siguen las jerarquías de la opresión. En los nodos superiores de la intersección entre la clase, el género o la «raza» hay más recursos para olvidar y adaptarse rápido. Hay menos para las de abajo. La fragmentación de la experiencia no se vive de la misma manera en todos los puntos, y el sufrimiento se acumula allí donde se acumula más violencia.
Incorporar el sufrimiento a la vida
En este punto, es importante aclarar lo
que no decimos: no nos oponemos a la terapia en general, sino a la
ideología que propaga que el sufrimiento es un accidente personal en la
trayectoria solitaria del individuo-conquistador. No se puede negar que
hay situaciones que requieren cuidados especiales —y está bien buscarlos
sin reparos ideológicos—, pero podemos criticar cómo se expande el
mercado de la terapia, y entra en toda fractura relacional y afectiva,
para rehabilitar el Ego competitivo y paradoide de la civilización
Occidental, ahí donde este Ego está caído. Dicho de otra manera, nuestra
posición es que no tenemos que superar el sufrimiento para llegar a la
«felicidad». Es esta «felicidad» la que debe deconstruirse y criticarse,
para poder incorporar el sufrimiento en la vida, de un nuevo modo y
desde su aceptación, desde el reconocimiento pleno de nuestra
fragilidad; llegar a una nueva concepción de la felicidad, más allá de
las ideas de éxito y de fracaso.
Sea como fuere, sería un error presentar
a las oprimidas solo como meras víctimas de la presión material y
psíquica que impone el régimen neocolonialista. Porque también es verdad
que las plebeyas hemos conseguido, desde nuestras posiciones
desfavorecidas, desarrollar estrategias de supervivencia creativas y
dinámicas. Redes alegales de apoyo mutuo en materia de alimentación y
vivienda, códigos para evadir la represión policial, capacidad para
montar acontecimientos, encuentros, fiestas sin dinero y, a veces, una
capacidad extraordinaria de mantener la sonrisa, a pesar de la magnitud
de la opresión que vivimos. Sin idealizar estas situaciones, ya que
muchas veces también son atravesadas por jerarquías inivisibles
durísimas, vemos que muestran una capacidad para resistir, amar y luchar
cuando las autoridades quieren imponer la suerte del homo sacer, es
decir, de un ser que tiene el mismo valor que un objeto. Lo que es
importante aquí es que estas prácticas dejen de ser tan marginales, y
una parte de la ciudadanía del Imperio se familiarice con ellas. Lo que
antes era solo de las personas migrantes, no europeas, excluidas, ahora
—y ante la creciente precariarización de la vida—, se convierte en un
recurso potencial para todas. Ya no escandaliza robar la luz, ocupar
viviendas abandonadas, oponerse a la ley, formar redes de cooperación,
intercambio, compartir materiales y afectos, sostener la vida como sea
posible. Vemos también como la gente más oprimida desarrolla habilidades
extraordinarias de supervivencia material y psíquica en condiciones muy
adversas.
Lecciones de resiliencia
Los manteros, las trabajadoras sexuales,
las personas en sillas de ruedas podrían ofrecer lecciones de
resiliencia a todas las que las miran con condescendencia. Precisamente
por sufrir un silenciamiento más intenso, están mas cerca del núcleo de
la defensa de la vida ante la cosificación que imponen la lógica del
mercado y sus canibalismos; interpelan activamente a la figura tan
vendida del hombre conquistador —blanco, con dinero, joven, exitoso—;
para luchar y sobrevivir, hay que promover la destitución de esta
figura. Es importante buscar, pensar, elaborar una idea de la potencia
de nuestra capacidades más allá de las reglas de la fábrica social en
que estamos inmersas.
Ahora bien, para recomponer una fuerza
colectiva efectiva contra el aislamiento y el miedo que el Imperio
impone, hay desarrollar una nueva cultura de asociación colectiva, lejos
de la ideología del individuo conquistador y también de las ideologías
pseudocomunitarias que prácticamente son un complemento de la primera.
¿Qué quiere decir eso? Circula mucha palabrería sobre la importancia de
la comunidad, de lo común, de la solidaridad, etc. En la mayoría de los
casos, esta comunidad no es más que un círculo social extendido —en una
asamblea, casa o partido—, un ambiente para socializarse, alojarse o
pasar el tiempo libre, decorado con sensibilidades sociales. Pero, al
final, la supervivencia material y psíquica de cada persona en estos
ambientes sigue dependiendo de los recursos individuales. Y, algunas
veces —aunque, efectivamente, no todas, ni la mayoría de ellas— se habla
de apoyo mutuo precisamente para tapar su carencia.
Practicar la solidaridad
Es importante no engañarse a una misma.
Si las respuestas a la búsqueda de dinero, de casa o de afecto suelen
ser individuales, es inútil propagar la idea de la solidaridad de manera
intensa y abstracta. Más interesante es cómo abordar de manera concreta
las cuestiones de la supervivencia económica, de la comunicación —y sus
jerarquías—, del deseo, del envejecimiento, de la enfermedad y de la
muerte, teniendo como referencia a la voz que menos se oye, el punto de
vista de las personas más silenciadas, y no a aquellos que cantan el
interés por el bien común, de manera que sus palabras o su trabajo les
son devueltos en forma de reconocimiento personal, prestigio y
compensaciones materiales directas o indirectas. En ocasiones, vemos
circular a una especie de microlíderes postsocialistas, libertarios o
indepes, que condenan el canibalismo dominante y su orden social, que
incluso trabajan en proyectos políticos o comunitarios, compitiendo en
la práctica con los demás para ganar prestigio y espacio, y buscando
convertirse en pequeños o grandes Pablos Iglesias —alguien que consigue
acomodarse en las jerarquías sociales, aprovechando la crítica a estas
mismas jerarquías—.
Crear una fuerza solidaria pasa por
criticar tanto el individualismo actual como el comunalismo idealizado.
La nueva colonialidad del poder se erige como un régimen cruel de
exclusiones y discriminaciones, al mismo tiempo que asimila los
discursos críticos, haciéndolos florecer cuando los vacía de contenido
práctico y los convierte en partes de la ideología de un capitalismo que
puede ser salvaje y, a la vez, progre. Nuestra tarea política sería
plantear la solidaridad y los lazos entre las personas oprimidas, no
como discursos abstractos que son la respuesta a todo, sino centrándonos
en lo particular y en la resolución de problemas —resolución que,
inevitablemente, siempre será parcial…—. Tenemos que tener cuidado en no
hacer de nuestros discursos nuestros enemigos, como ha pasado bastantes
veces en la historia de los movimientos contestatarios.